Fuente: Canal Solidario
Anna Boluda entrevista a Héctor Gravina, responsable de tóxicos de la ONG Alternativa Verda, experto en alimentación y agricultura ecológica sobre el desafío que suponen las nuevas tecnologías alimentarias publicada en Inspira.
Héctor Gravina ha estado vinculado con el movimiento ecologista desde hace casi 30 años, es responsable de tóxicos de la ONG Alternativa Verda y experto en alimentación y agricultura ecológica. Recientemente, ha sido autor de un artículo sobre el desafío que suponen las nuevas tecnologías alimentarias, dentro de la publicación “Contaminants emergents” (en catalán) de la Diputació de Barcelona, en el que plantea los problemas que se derivan del marco regulador actual de las sustancias químicas, y la posibilidad de funcionar de otra manera más segura. De todo eso hemos hablado con él, para saber más sobre los llamados “Paradigma del riesgo” y “Principio de precaución”.
“El sistema productivista de los alimentos afecta a la calidad de lo que comemos”, nos explica. “Y no sólo respecto al gusto, también respecto a la calidad de la nutrición”. Eso, en parte, a causa de la alteración de los ritmos de crecimiento: hacer que un pollo esté listo para el consumo en 55 días, en vez de los ocho meses que tarda uno de corral, por poner un ejemplo. Pero también por la aplicación de sustancias químicas y de nuevas formas de producir, desde los pesticidas a la modificación genética (alimentos transgénicos) o a la nanotecnología.
El paradigma del riesgo
Como base de todo esto, es necesario entender cómo se autorizan las sustancias químicas –más de 70.000 en total, según se estima- cuando se lanzan al mercado: tanto la regulación de la seguridad alimentaria como de la contaminación ambiental se basan, desde los años 70, en el llamado “paradigma del riesgo”. Ya que es imposible de probar el riesgo cero, se hacen unos estudios para tratar de determinar la probabilidad de efectos secundarios negativos y, sobre eso, las autoridades establecen si se pueden comercializar o no, en qué dosis se pueden administrar y cómo se deben tratar para ser ‘aceptables’. “El problema”, en palabras de Héctor Gravina, “es que estos análisis se hacen buscando unos ciertos efectos concretos y no se tiene en cuenta que podría haber otros.
Tampoco queda claro con certeza qué puede pasar con exposiciones acumuladas a lo largo del tiempo, ni qué pasa cuando se combinan unas sustancias químicas con otras. Además, buena parte de las pruebas se hacen con ratones, lo que no asegura que el comportamiento tenga que ser exactamente igual en las personas: una sustancia puede resultar inocua en animales y no en seres humanos. Y los análisis los hacen las propias empresas productoras, y las características de las nuevas sustancias no se hacen públicas, porque son secreto comercial”. Aún así, estas son las pruebas en las que se basan las autorizaciones, nos dice.
Es decir que, en el fondo, se presupone que toda sustancia química es ‘inocente’ mientras no se pueda demostrar lo contrario. “La presunción de inocencia”, dice Gravina, “es un principio jurídico que se aplica a las personas, pero no se puede extrapolar mecánicamente a los productos, no se puede aplicar a las sustancias químicas”. Con este funcionamiento “la sociedad es la que está sufriendo las consecuencias, somos nosotros los que servimos para comprobar si las sustancias tienen efectos nocivos o no, y cuando lo vemos, ya es demasiado tarde”. Y eso es así porque “nos planteamos hasta cuánta cantidad de daño es seguro, en lugar de preguntarnos cuál sería el menor daño posible”.
El “principio de precaución”
Héctor Gravina, ante esta situación, plantea la posibilidad de otra forma de funcionar basada en el “principio de precaución”. Que, de hecho, ya se recoge en el Tratado de Maastrich de 1992, pero que no se está aplicando como se preveía, según nos dice. “El principio de precaución es, simplemente, prevenir antes de curar. Es decir, si un producto o una sustancia presenta dudas razonables sobre su seguridad, no se pone en el mercado. Es necesario plantearse si la sustancia en cuestión es realmente necesaria, si hay alternativas más seguras, y si las consecuencias que puede comportar compensan las ventajas que proporciona. Y no lanzarla hasta que se pueda demostrar que no causará ningún peligro serio”. En el fondo, se trata de aplicar criterios más estrictos, como ya se hace en el ámbito farmacéutico, a todo tipo de sustancias químicas que “no lo olvidemos, están presentes en todas partes, desde los alimentos a la ropa, pasando por los biberones o el asfalto de las carreteras”.
Eso es lo que, según Gravina, se debería haber hecho por ejemplo con los organismos modificados genéticamente (los llamados ‘alimentos transgénicos’), que a pesar de la oposición de buena parte de la población europea, han sido autorizados. “Todavía sabemos muy poco de los efectos que pueden tener. Y el problema es que, si se demuestra que son nocivos, será muy tarde para pararlos”, afirma.
Minimizar la exposición a las sustancias químicas
Para conseguir este cambio de funcionamiento, dice el ecologista, “hace falta un cambio social, un cambio de mentalidad global, que incluye dejar de pensar en el crecimiento continuado como la única manera de vivir; tenemos que ver que con menos puede que estemos mejor, y ser conscientes de los límites de la naturaleza y cómo nos afecta a la salud. No será fácil ni rápido, pero creo que los movimientos sociales del año pasado en todo el mundo comienzan a mostrar que nos encaminamos hacia eso, hacia esta transformación profunda”.
Mientras tanto, además, podemos tratar de reducir nuestra exposición, y la de los más pequeños, a algunas sustancias químicas, sobre todo respecto a lo que tiene que ver con la alimentación. “La clave es una vida más simple. Bajar el ritmo y volver a dedicar tiempo a cocinar productos de temporada comprados en el mercado, a poder ser de agricultura ecológica y de producción local, y dejar de lado los productos congelados y precocinados”. Hay muchas más ideas en la guía ‘Sense lloc on amagar-nos’ (en catalán), editada por la ONG Alternativa Verda y que recoge ejemplos también respecto a la cosmética y los productos de limpieza, como sustituir los champús por infusiones de algunas plantas o usar vinagre o limón para quitar manchas. En muchos casos las alternativas son fáciles y, con frecuencia, más baratas. No cuesta nada probarlas
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