MARTIN BARZILAI, PAU COLL, EDU PONCES Y ANDREA VANZULLI
En Huelva hay dos bandos. Los que defienden el Polo Químico y los que luchan contra él. Es difícil mantenerse indiferente ante las decenas de gigantescas chimeneas que desde hace 46 años vomitan humo en el cielo de la ciudad. No se puede mirar hacia otro lado. Las fabricas y el vertedero industrial rodean la bahía que dibujan las desembocaduras de los ríos Tinto y Odiel, abarcando 2400 hectáreas de lo que en un tiempo fueron marismas y playas, un territorio mayor que el de la propia ciudad de Huelva.
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Por un lado 16 empresas químicas y energéticas y cerca de 15 mil trabajadores que directa o indirectamente viven de ellas. Hombres y mujeres que no conocen otro trabajo que el de mantener activas las maquinas de industrias como Atlantic Cooper, Fertiberia, Endesa o Enagás. Al otro, asociaciones de ciudadanos hartos de ver un paraje natural invadido por cerca de 100 millones de toneladas de fosfoyesos, un residuos químico con alto nivel de radioactividad. Junto a ellos, los miles de enfermos que produce cada año el lugar con mayor índice de cáncer de toda España.
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Esta es la historia de un conflicto desigual que el Polo Químico siempre supo ganar hasta que la era de la deslocalización de la industria hacía países con sueldos bajos y la crisis económica global llamaron a su puerta.
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Esta es la historia de una ciudad cuyo futuro se debate entre la enfermedad, la catástrofe ecológica y la falta de empleo.
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