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Cuentos con frenillo

“CUENTOS CON FRENILLO” (relatos)

MARCOS GUALDA

Edita: LF Ediciones
Colección Libros del Consuelo
Cubierta: Matías Sánchez
Diseño y maquetación: barco de ideas
Imprime: Artes Gráficas Hontiveros, S.L.
Béjar, 2004
Depósito legal: S-77-2004
ISBN: 84-95327-45-7
Portada y contraportada a cuatricomía y plastificadas en brillo
150 páginas

BIOBIBLIOGRAFÍA

Marcos Gualda (Huelva, 1971): Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla. Programador Cultural en el Área de Cultura de la Diputación de Huelva. Miembro de la Asociación Cultural 1900 y Coordinador del Ateneo Alternativo Antonio Carrasco Suárez y de la Editorial Cacúa. Realiza programas culturales de radio (Cadena Cope, Radio Juventud, Hispanidad Radio) y colabora en prensa (Diario 16, Huelva Información, La Voz de Huelva) con críticas sobre Cine, Música y Literatura. Coordina el periódico de animación a la lectura Botellón Literario. Imparte talleres de Creación Literaria. Tiene publicado el libro de relatos Ebrio (Ed. 1900, Huelva, 1994). Asimismo, se encuentran relatos suyos en revistas literarias como Océano, Sin Embargo, Volandas, Escribir y publicar (Ed. Salvat). También participó con un poema en la antología Poetas por la paz (Ed. 1900, Huelva, 1995). Ha cosechado premios y menciones por sus relatos en los Premios “Ciudad de Zaragoza”, “Villa de Mislata”, “La Granja”, “Villa de Quintanar”, “Isabel Ovín”, “Creación Joven”, “Canaleta”.

PRÓLOGO:

CUENTOS LANZADOS

Cuando me llegan estos Cuentos con frenillo, no tengo ni idea de quién es su autor y si ese Marcos Gualda que lo firma es un seudónimo o se trata de un amigo cachondo que quiere darme la inocentada de su pluma entrecortada y filosa o asestarme la indirecta acusadora de que mi narrativa se asiste, anclada, en el siglo XIX.

En nuestro gremio todo es posible y todavía hay gente que dispone de bastante tiempo como para dedicarse al juego de los heterónimos en busca de un Juan de Mairena casual y gamberro, despiadado y por encima de la reverencia, tan lastradora para quienes, con demasiados años ya, aún queremos ser actores en el espectáculo de la academia y otros grilletes menores. “Rojas Marcos, y Gualda Andalucía” –como en una parodia chusca del santificador genocidio “Santiago y cierra España”-, me sonaba demasiado a broma, a timo amical literario, y mucho más todavía cuando comencé a hojear el libro y me encontré con “el Recreativo de Cacúa, club decano de España” y con cosas semejantes que fuera del contexto apuntaban al astracán; eso, sí, sin apenas paronomasias –he cazado una: “condena y cadena”- ni otros recursos de la almoneda retórica al uso.

Pensé olvidarme, sin más, del caso –ni siquiera tenía que darle las gracias al autor por carecer el envío de remite-, mas ya me había picado el gusanillo, es decir, había leído tres fragmentos que fueron suficientes para que quisiera más. Me acordé de la copla de Lola Flores, de La Salvaora: “pero ya lo había besado y era tarde para mí”. Luego supe que Marcos Gualda existe y que es amigo de mi hija Violeta –de la que también es amigo y compañero en una compañía de teatro sevillana Rojas Marcos Junior-, una llamada telefónica de ella lo aclaró todo. El envío fue a petición suya, el nombre no lo era de ojana y de lo que se trataba era de que hiciera el prólogo que estoy ahora mismo redactando.

Me alegré de que el libro cayera en mis manos antes de saber que se me pretendía como clarinero de sus excelencias expresivas porque si entonces me pareció radicalmente fuera del aprisco “Dolly”, ahora no tengo que mentir. Ésa es su credencial más evidente, la originalidad, y tanto que no se parece a nadie salvo a un poeta, y Marcos Gualda es fundamentalmente un poeta aunque llene la página entera, sin desperdiciar espacios en blanco, es el tono, lo que otros llaman el punto de vista; un tono que hace constructivo el exabrupto y humaniza la ironía. Va más allá: su fe mueve montañas de transgresiones hasta que convoca el milagro de la ternura frente al cachondeíto por la muerte de un ser querido, una abuela, pongo por caso. Ha empezado el relato poniéndola de chupa de un dómine que ya no existe, y se ha reído de lo divino y lo humano, lo angelical incluido. Ha llevado repaso todo dios, todo demonio y todo zascandil de la opereta que es la vida. Pero de repente le ha mojado una oreja el duende para que exclame: “Y yo aquí, construyendo con la muerte de mi abuela un juguete”.

La luz sólo se da a la gente que salta por encima de su sombra, y hay que estar muy en contra de la pirotecnia social para que el hombre resplandezca. Esta literatura quiere desmitificar, sabe que lo que hay está demasiado maquillado de estupidez y babosería hipócrita en los contenidos y más que machacado en las formas. Y le quita la máscara con el escobazo del desparpajo que en ocasiones es sarcástica pura. Ni padre, ni madre, ni hermanos, ni amigos se merecen el palmetazo severo de la sociedad. Ni Cacúa –Huelva en el mapa- que alberga en su corazón de fandango y Rocío todas las reservas espirituales de occidente, más occidental que ninguna vestida ella de faralaes, hondo estigma de tartessos trufado de incombustible corte inglés, y ni siquiera la poesía, que se lo pregunten si no al gran poeta “noventón de suero y una álgida melena como algas de calcio”, sabedor tal vez Marcos Gualda de que es una puta traicionera como la definió Vicente Núñez, acostumbrado a la traición de la vida. Pero hay de donde halar, y en eso estamos. Los ángeles lo llaman cielo, los demonios infierno, los hombres amor, y los surrealistas subconsciente. Y de eso se trata, de que el cerebro prelógico le ponga los puntos a la razón y sus sinrazones. El surrealismo no será considerado en estos momentos como carta de garantía o sello de calidad frente a las facilidades del realismo clónico, pero emposó en nosotros y si queremos una comunicación viva hay que chincharse y escuchar su resonancia llena de ancestralidades, el manomaya cosa ayurbédico o cuerpo mitopoético del inconsciente colectivo y del hermético conjunto de representaciones y ceremonias imaginarias. A ese tono lúdico creativo que le tuerce el cuello al cisne, de aluvión de luz, se acoge Gualda para trastocar la falsía y, trastornando el orden, acercarla a su origen remoto de verdad que se fue corrompiendo. ¿De verdad? Al menos de entender el mundo más habitable en la acidez jocosa de la crítica que en el azucarillo pretendidamente trascendente de la impostura. De la que, en su vertiente de ironía disparatada, se sirve para endulzarnos la actitud de fondo de la existencia.

Antonio Hernández

CENTELLAS FUGACES EN LA TIERRA

A Pepe Camacho, fotógrafo humano

A mí me crió una cabra. De mi madre galga nada recuerdo, sólo el calor de sus entrañas. Quizá murió por mi culpa, o el Amo la colgó de una soga, como dicen los otros galgos que hace con las hembras viejas. Yo también nací hembra, y gimo las noches con el miedo de que a mí también me agarrote. Pero creo que no. El Amo me ama mucho.

Crecí en el corral de la casa, en Cacúa, donde el Amo me enseñó a chupar de los bultos de la cabra. Mis primeros amigos, aparte de mi madre cabra, fueron una gallina clueca y la cría de hombre del amo, Angelín, que vigilaba no me aprovechase de toda la leche de la cabra. Sólo era un ratito que me dejaba, lo justo para que las tripas dejaran de ruidosearme con el estruendo de las escopetas al alba. Después de arrumbarme, Angelín encalomaba su boca a los bultos de la cabra, empapuchados de mi saliva, los hacía presa con las manos y manoseaba y manoseaba hasta dejarlos secos. Luego marchaba un poquito a la escuela, y se burlaban de él por su forma rara de hablar. Algunas veces mis tripas me dejaban dormir.

Cuando fui crecido poco más que una liebre, el Amo me mudó a la mazmorra. Aquí conocí a los primeros galgos. Al principio lamentaba a la cabra y a la gallina clueca, pero pronto su recuerdo desapareció de mi mente, igual que muere la leche de cabra en las entrañas. Cuando las tripas ruidoseaban, todos los galgos caminábamos en círculo, con la punta del rabo enroscada.

Una noche que ya era tan grande como los galgos grandes, el Amo vino a buscarme a la mazmorra. Mientras los otros galgos dormían, enjaretó alrededor de mi pescuezo un látigo crudo. Yo respingué, sin fuerzas para temblar. Pensé en mi madre galga, y en cómo me habían contado los otros perros que el Amo la había acalambrado. Jaló de la punta con brusquedad, y sentí que un collar de fuego se enroscaba en mi pescuezo. Aquella sensación cienagó el resto de mis días. Cada vez que el Amo me encadenaba, me coceaba la misma pregunta: “¿Así se despidió mi madre galga?”.Ese día el Amo me llevó al campo, sólo sembrado de huellas de otros galgos y árboles secos y doblados. Comencé a educarme en amaneceres. También descubrí al hombre de la escopeta de luz. Su sombra perseguía todos mis pasos. A lo largo de mis salidas se comportó de igual modo. Sentado en una piedra, miraba, con su escopeta de luz tapándole el rostro. Apuntaba y disparaba. Pero su luz no hacía daño.

En el campo con el hombre de la escopeta de luz me sentía bien. Aprendimos a jugar juntos. Después de una carrera, me tumbaba, y el pacífico amigo encañonaba. A la mínima que yo me movía, disparaba su luz inofensiva. A mí me gustaba su luz, y hacer como que la esquivaba. Y el chasquido metálico de su escopeta.

En el campo también habituaban las camadas de cachorros humanos, que merodeaban curiosos y ya no estaban cuando las peleas.

Las peleas y sus mordiscos daban miedo. Yo nunca sabía por qué eran. Empezaban y yo estaba allí con el miedo. Aunque intentaba alejarme, algún colmillo hincaba mis carnes. Entonces yo aullaba y lloraba la cabra del corral. Buscaba cobijo entre las piernas del Amo, que me acogía para curarme de miedo.

Todas las peleas acababan igual. El Amo separaba a los galgos malos, trincándolos por el gaznate. A mí me liberaba de entre sus piernas, y me abrazaba el cuello con las dos manos. Cuando hacía esto, yo ladeaba la cara, la lengua fuera todavía jadeante, como si me diera vergüenza ser tan cobarde. Las manos del amo eran duras, pero cálidas como la leche de mi cabra.

Sin embargo, a veces el Amo me asustaba con su rastrillo. Nunca lo descargó sobre mis huesos, sino que lo utilizaba para llevar el heno a las vacas del campo.

En el campo también eran nuestros primeros entrenos. Antes de comenzar a correr estábamos tranquilos, pero el bullicio de los Amos nos ponía nerviosos. Encorvando el lomo anunciábamos que estábamos listos para correr. Los Amos, con la ayuda de sus jóvenes cachorros, nos amarraban las traíllas, que nos dejaban colgados en el aire antes de lanzar las patas al suelo, y yo volvía a pensar en cómo moriría mi madre galga. En ese momento nos sentíamos más oprimidos que nunca. Al dejar de sentir la presión de las traíllas recuperábamos la libertad. Sólo entonces éramos centellas fugaces en la tierra.

Cuando descansaba, me gustaba ver los entrenos y las estelas de fuego levantadas por las centellas compañeras. Observándolas de lejos parecía que huían al infierno. Aún disfrutaba más viéndolas regresar. Era como si de verdad se hubiesen salvado y volvieran de las llamas del miedo. Solían llegar en parejas, desmayadas de cansancio. Entonces el Amo me ataba a la cadena y nos dirigíamos a casa, él con su paraguas en las ancas delanteras los días de nubes grises.

Al llegar a casa, me encadenaba al poste de la entrada junto a un compañero y el paraguas. Intentaba tumbarme para descansar. Pero la cadena era corta, y mi cabeza quedaba colgada en el aire, sin topar el suelo, como dicen los galgos malos que se despidió mi madre galga. Muchas veces el Amo ya no venía a recogerme, y pasaba la noche al rocío de las estrellas, dormido en esa postura. Despertaba con el pescuezo torturado. Por eso ahora lo tengo desnudo de pelo.

Las noches que el Amo se acordaba de que me había abandonado en el poste, me conducía a la mazmorra, a dormir al suelo calado y mugriento. Lo hacía recogido en mí mismo, intentando procurarme el mismecito calor que me inundaba en las entrañas de mi madre galga.

En más de una ocasión el hombre de la escopeta de luz venía a jugar conmigo a la mazmorra. La mayoría de veces yo no tenía gana, pues era muy fuerte el cansancio en mis costillas. A pesar de todo, nunca le negué una mirada. Otras veces tuve fuerzas para acercarme y entretenernos con su luz a traves de las rejas o las grietas de las paredes.

Las horas de la comedera eran mejores que las de mazmorra. El Amo me arrojaba al suelo cortezas de pan y huesos de gallina clueca. Con los huesos me apartaba a un rincón no fuera a ser me los quitasen. Devoraba con tal rapidez que pronto no me daba cuenta de cuánto había comido. Cuando se acababa la comedera, el Amo se acercaba con un cubo de agua, y con el rabo entre las piernas husmeaba antes de mojar el hocico.

Ahora estoy más vieja. La tripa se me ha puesto grande como el pescuezo de un sapo, y hace tiempo que el Amo no me saca al campo a correr. Me siento muy pateada.

Hoy he tenido a mis cachorros, canejos como huesos de pollo. El Amo viene en mi busca. Lleva una traílla en la mano. La acalambra al pescuezo. Ya estamos en el corral. Recuerdo a mi cabra madre. El Amo me amarra a una viga. Bizqueando los ojos descubro al hombre de la escopeta de luz, escondido del Amo tras una columna. Quizás vino para jugar. Sacudo la cabeza y el rabo de un lado a otro, guiñándole que quiero divertirme. Una última centella de luz ciega mis párpados. ¿Así se despidió mi madre galga?