Fotografía: Moisés Fernández
Textos:
Sema D’Acosta(Víctor Pulido: de matería, ausencias, agua y sencillez)
Marcos Gualda( Cuentos y autobiografía de Víctor Pulido)
Diseño: Víctor Pulido
Maquetación: Antonio Fernández Gómez
Presentaciones:
Juan José Oña Hervalejo
Alvaro García García
J. Antonio Marín Rite
Traducción: Priska Morrow
Impresión: GAM Artes Gráficas
Edita: Ateneo Alternativo “A.C.S.”
Depósito legal: H 317-2009
ISBN: 978-84-936330-3-5
Encuadernación:Cartoné, 160 pgs.
EL ACUMULADOR DE MOTES
No quisiera parecer pedante, pero hoy me he levantado con ganas de escribir que lo importante en la vida es el cómo. Por favor, no me malinterpreten. También me importan el quién, el cuándo, el porqué y el para qué, pero no tanto como el cómo (con tilde, claro). Tampoco quiero decir que desprecie el fondo y sólo privilegie la forma. No es eso exactamente. A lo que me refiero, hablando de mi obra, es que me interesa más crear un artificio hermoso que enviar un mensaje (eso ya lo hace el correo electrónico). En definitiva, la forma es mi fondo, en ella está implícita mi esencia, lo que me urge aprehender y comunicar en ese instante. Porque lo importante es el gerundio, ya saben. El hallazgo de sensaciones en el presente, que es un regalo, que ya es pasado, que ya es muerte, que ya no importa. Bueno, creo que me estoy haciendo un poco de lío. El caso es que desde chikenino me recuerdo en la guarde (bueno, quizás esté exagerando y sea en el cole) experimentando con la plasti, que rodaba en mis manos morosamente. De verdad, amaba manipularla, unirme a su adherencia, llevarme a casa pequeñas porciones en las uñas. Pero sobre todo, disfrutaba mezclando los colores, aunque eso me costase la reprimenda de la seño. La fusión de tonos de una misma materia (ah, la materia) era el gesto supremo de la alquimia. Quizás no sea exagerado afirmar que con la plastilina aprendí a mezclar los colores. Por eso un niño mokeroso empezó a llamarme El Plasti.
Ya en el colegio (o tal vez fuese en el instituto) nos mandaban modelar bloques de barro que comprábamos en la Papelería Padilla, en la calle Isla Cristina. Ceniceros, macetas, cazuelas, qué sé yo. La tira de cacharros inútiles. ¿Qué mensaje podía transmitir con esos objetos? Ninguno. Pronto me di cuenta de que debía acudir a las fuentes para diferenciarme, zambullirme en la bendita materia para sentirme yo. La siguiente vez que la seño (¿o era la profe?) nos mandó a comprar barro, le pedí el dinero a mi madre, di plantón a Padilla, me puse los pantalones coquineros y marché a los cabezos. Me puse de arena hasta las cejas, me llené de agua los zapatos, rompí el chaleco a la altura de los codos, los mosquitos se cebaron en mi rostro. De vuelta al instituto (¿o era el colegio?) me senté en el pupitre a trabajar mi barro virgen, corazón de los cabezos choqueros. Volví a modelar ceniceros, macetas, cazuelas, cacharros inútiles. Los pinté como mejor pude, con mucho ahínco. Para ser sincero, tal y como lo recuerdo, de ninguna manera podría jurar que destacasen entre el resto de trabajos de la clase. Sin embargo, existía una diferencia, sutil pero capital, oculta a ojos de los otros pero diáfana ante los míos: yo mismo, ebrio de materia, había comenzado el proceso y lo había terminado, burlando la ortodoxia de Padilla, erigiéndome (perdonen la cursilería) en pequeño dios de mi obra, omnipresente en todas las etapas. Así, gracias a un puñado de barro de los cabezos, pudo despertar mi conciencia de artista. A partir de entonces, en el recreo me conocieron como El Barro. Con el dinero de mi madre me comí varias palmeras de chocolate.
Recuerdo la primera vez que expuse un cuadro. Mi maestro Don José Guevara exponía en la calle Puerto una obra realmente impactante. Pinté un cuadro inspirado en esa obra, a modo de homenaje. (¿O fue a modo de plagio? No lo recuerdo bien, la verdad. Dejémoslo por si acaso en que intertextualicé con Guevara). La cuestión es que mi abuelo, en puridad mi primer galerista, intercedió para que lo expusieran en el escaparate de Tejidos Castilla. Y lo consiguió. Al lado de la obra, rotulé y colgué un cartel con el precio de venta: cincuenta mil pesetas. No lo vendí, por supuesto. Después de mucho rular por mi casa, se lo regalé a mi amigo Kiko un jueves que nevaba. Me gané a pulso el apodo de El Generoso.
Las inclemencias del mercado no causaron mella en mi moral. Transcurrido algún tiempo, empecé a exponer en bares, lugares donde las camareras, ejem, hablaban bien de mí. En el Ibiza vendí mi primer cuadro. Mi amigo (y dueño del bar) Tente adquirió una libre interpretación de la Gioconda. (Esa afición de versionar clásicos la conservo aún. Es un ejercicio divertido, que me permite desembarazarme cada cierto tiempo de una capa de caspa). A partir de ahí, comenzó un excitante peregrinar por antros del más diverso pelaje: el Berlín, el Poplacara, El Mundo, La Casona, el Argantonio. Sinceramente, me especialicé en tugurios. Vendía poco pero reía más. Posteriormente, quise redimirme con una exposición en la sala de la parroquia de Punta Umbría. No es que hubiera abrazado el arte sacro. En realidad, lo que allí pudo contemplarse fue un popurrí pecador de cuadros principiantes. Eso sí, con fuerza y cierta técnica.
En la Sala de El Monte de la calle Plus Ultra concebí mi primera exposición con un concepto definido: pequeños bodegones de un solo objeto en perspectiva frontal, tratados con hiperrealismo, y una serie de ventanas que contenían instrumentos musicales, con acabados en resina. Entonces recibí el sobrenombre de El Ventana. Luego, y usando el mismo lenguaje plástico, donde combinaba dos texturas (mate-brillo), realicé la serie de las pateras, marinas descomunales, embarcaciones a tamaño real, donde consigo por primera vez realizar una exposición coherente y contudente, que, cómo no, me valió el apelativo de El Patera.
Como siempre, investigando a partir de la generalidad para desembocar en lo concreto, en el primer plano, en el detalle, trabajé las miniaturas. Creé retratos de insectos, que clasificaba con nombres y apellidos. Yo mismo pasé miedo. Por supuesto, empecé a ser el de los bichos. Más tarde, exiliado todavía en Sevilla, comiéndome las uñas de los pies enfrente de La Giralda, empecé a añorar el barro de los cabezos. Ingenié una serie de paisajes basados en ellos. Me llamaron el de los cabezos, claro. Después me obsesioné con el agua -que me llegaba al cuello- como otros hacen con la luna. Realicé trabajos que reproducían saltos de agua del Río Odiel, fuentes extremeñas y andaluzas y recurrentes series de áridos. Técnicamente, las resinas y las marmolinas volvían a estar muy presentes. Un día que esperaba el taxi en la parada, me gritaron: ¡¡¡Marmolina!!! No me apercibía, pero del mismo modo que Gregorio Samsa mutó en escarabajo, yo me tranformaba en Marmolina Man. Bueno. Seguramente esto sea una chorrada, la paranoia de un artista que se encierra largas horas consigo mismo. No puedo negar que mi pintura se tornó tan matérica que, en ese límite contemporáneo tan fino que separa la pintura de la escultura, notaba que estaba más cerca de la segunda que de la primera. Afloraron espontáneamente seres de ultramundo, en una serie de esculturas que titulé El baile de San Vito. Pero cuando me acercaba de nuevo a la pintura, mi obra se expresaba matérica, casi pétrica en la serie Fósiles. En un viaje de vuelta a la infancia, o quizás en busca de la paternidad, emergieron los disparatados seres del Bestÿario.
En medio de estos escarceos entre la pintura y la escultura, pinté Cama y algún que otro cuadro. Sin embargo, la escultura tiraba tanto que decidí tirarme en plancha. La gente fue olvidándose de mí como pintor, creo yo. Años de trabajo para experimentar y concebir la Tetralogía, obsesionado en denunciar los tipos y comportamientos sociales más grotescos: con Seres y Estares dijeron: “Este chico sólo hace cabezas”. Después llegaron Pares Anónimos, y fui el de los zapatos. Ocurrió que llegó la Vida Perra y no hubo más remedio que nombrarme el de los perros. Con Enanos de Jardín, ya se imaginan. No lo reproduzco para no ofender a Torrebruno.
Esto ha sido un resumen de mi vida. Poca cosa, ¿verdad? Bueno, no he contado la paliza que le pegué en el patio a El Pinchaúvas. (Se molestó porque desvelé a una niña el origen de su mote). Tampoco he reseñado que -sin abusar - ideé algunas instalaciones. Ahora en serio, si he sacado algo en claro durante todos estos años, es que soy una especie de moderno de lo clásico, que reivindico al artesano que se procura cortes limpios en las manos, que huye de la pose almidonada.
He aparcado momentáneamente la escultura. De nuevo vuelvo a la pintura, sin temor a recordar a Van Gogh por pintar una cama o a Barceló por dibujar un pulpo. Tengo un hijo, que inspira cierto tono infantil y lúdico a esta última obra. Él y Noe ocupan casi todo mi cerebro. Agotan el cupo de las neuras. Siempre he sido libre -como en la copla de Loquillo-. Proclamo, sin complejos, mi condición de pintor matérico, que pinta lo que quiere a su manera, que se comunica y se divierte, esperando qué calificativo toca. Porque el único fondo es que no debemos perder tiempo. Mañana ya está aquí.
Teo llega del colegio (¿o será del instituto?), tira la mochila al suelo y grita desbarrando en la cocina: “¡Papá, me han mandado a comprar barro!”. Meto la mano en el bolsillo, extiendo el brazo y suelto la pasta para que sea feliz en los cabezos.
Marcos Gualda/Víctor Pulido
PIANO
Conocí un domingo que jugaba el Recre a un pianista colombiano que tocaba con los huevos. No quiero decir que se bajase los calzones y aporrease con las gónadas las teclas. Tampoco posaba plácidamente los testículos debajo de la tapa, a ver cuándo caía. No es exactamente eso. (Ni imaginar puedo a pianista tan obsceno). Este teclista colombiano subía al escenario arrastrando el carrito de la compra. Apagaba el móvil. Saludaba. Se ajustaba la pajarita y se sentaba. Introducía la mano en el carrito, y antes de empezar su recital, sacaba un cartón de huevos que posaba debajo del flexo de la esquina del piano. Tocaba de memoria sus composiciones propias. No paraba hasta que piaban los pollitos.