Colección LOS ARRUMBADOS, nº 2
“MIS LÁSTIMAS PREFERIDAS” (poemas y relatos)
MARIO MARÍN:
Edita: Ateneo Alternativo Antonio Carrasco Suárez
Coordinador e Idea Portada: Marcos Gualda Caballero
Fotos Portada y Contraportada: Patri para Huelva Información ( 3-3-88 )
Agradecimientos: A Antonio Gómez, por facilitarnos el escaneo. A Jesús Velasco, que sin zapatos casi cae de la silla.
Diseño y maquetación: Barco de Ideas
Imprime: Artes Gráficas Hontiveros, S.L.
Béjar, 2002
A continuación encontrará una reseña biobibliográfica de Mario Marín, así como el prólogo, algunos versos y un cuento, seleccionados de entre los que componen esta obra.
MARIO MARÍN
Biobibliografía
Mario Marín (Aroche -Huelva-, 1971)
Profesor de Pintura y Dibujo en el I.E.S. Santiago Apóstol de Almendralejo (Badajoz)
Licenciado en Bellas Artes (Universidad de Sevilla)
Beca Erasmus, Beca de Artes Plásticas Daniel Vázquez Díaz
Exposiciones en Huelva, Amsterdam, Centro Andaluz de Arte Contemporáneo de Sevilla.
Premio Marqués de la Encomienda de Relato, Creación Joven -narrativa y poesía-, “Ciudad de Lepe” de Poesía.MIS LÁSTIMAS PREFERIDAS
PRÓLOGO
El arrumbado total
Al margen de Academias, Fundaciones, Tertulias, Programas Municipales de Cultura, agencias de artistas, empresas de servicios culturales, escritores Nobeles y noveles, periodistas y artistas locales y/o localistas y demás entidades, actividades y personajes oficiales y objetivamente clasificables, la actividad cultural de un país no alcanza la mayoría de edad hasta que no cuenta con una galería propia de arrumbados.
El arrumbado cultural es aquel artista que aún no ha sido reconocido por las masas, que sobrevive arrinconado en la pantalla de su ordenador, el local de ensayo, la paleta de pinceles, etc. Pero un arrumbado no es un maldito. El arrumbado es consciente de su condición, mientras que al maldito le acucian necesidades más primarias que reparar en su condición existencial. El maldito es un auténtico, por eso en él no adivinamos pose alguna. Sin embargo, el arrumbado no tiene la obligación de ser maldito. Ni tan siquiera la de ser auténtico. Por eso el maldito es un personaje exento de atractivo, pues su situación es involuntaria. No se ha esforzado en alcanzarla. Es como una maruja que se deja arrastrar en la marea de las rebajas. Sin embargo, el arrumbado lucha con denuedo por unos aplausos que se le niegan, bien porque la calidad de su obra no lo merezca o porque el retrasado reloj del reconocimiento cultural aún no haya marcado su hora. Este segundo tipo de arrumbado es el que nos interesa, porque la salud de la actividad cultural necesita de los arrumbados tanto como de la cultura oficial. Sin embargo, todo lo dicho no implica que el arrumbado en cuestión no ansíe ingresar un día en la nómina de la cultura oficial, aunque tampoco tenemos claro que ése sea un estatus a envidiar.
Y todo esto viene a cuento porque, Mario Marín, a quien hoy prologamos este libro de poemas y de prosas, Mis lástimas preferidas, es el paradigma de arrumbado cultural total. No sólo porque la calidad de su arrumbamiento supere a la del resto de arrumbados culturales, sino porque este Johnny Depp de nariz ancha y arochena, licenciado en Bellas Artes, es asombrosamente genial en las múltiples artes a que se consagra, a saber: Pintura, Escultura, Fotografía, Literatura, Teatro, Cine. Por ello defendemos que sus arrumbamientos son múltiples, tantos como disciplinas artísticas agita.
Mario Marín es el único ARTISTA TOTAL que hemos tenido la suerte de conocer (por mucho que otros nos coman la oreja autoproclamándose como tales), un funambulista del lápiz y el pincel que, en eras pretéritas, acaparaba los premios literarios del instituto Alonso Sánchez, editaba la revista extraoficial del mismo y fundaba, con diecisiete rabiosos añitos, su propia compañía de teatro, RamaoMarra, donde escribía e interpretaba, junto a Ramón Correa, sus propias obras de denuncia social.
Mario Marín, arrumbado total, obtuvo en propiedad una plaza de profesor de dibujo en Enseñanza Secundaria con veinticinco añitos recién cumplidos, pero tal precocidad funcionarial, en contra de lo que pudiera temerse, no mermó un ápice su frenética actividad y proyección plástica y literaria. Hoy continúa inmerso en sus desquiciadas series de cuadros, proyectos cinematográficos y literarios: poemarios conceptuales guiñando al tremendismo y salvajes y mitomágicos cuentos literarios maestros y exactos.
Mis lástimas preferidas, el libro, se abre con Mis lástimas preferidas, el poemario, al que sigue una colección de seis cuentos (El Burro, El excitante pájaro perdiz, La ilusión común, La verde vega, La extraña locura de Maitina La Sapa y El verdadero hombre elefante) y una novela corta, Los guiones divinos. Independientemente de los géneros, este libro, unitariamente, es un prontuario de belleza escabrosa, un alarde de carpetovetónico humor negro, un maridaje imposible entre la exhuberancia estilística y fantasiosa de García Márquez, la calidad de página de las primeras novelas de Cela, la crudeza sarcástica del más implacable Valle-Inclán y la cruel delectación con el asesinato, la tortura y el dolor ajeno de Escupiré sobre vuestras tumbas, de Boris Vian. Una obra donde reconocer posos clásicos, asombrarse con la exhibición de un vastísimo y debido vocabulario y descubrir inéditos caminos rupturistas y provocadores.
En Mario Marín, las facetas de agitador social y hombre influyente en todas las capas de la sociedad contemporánea no tienen que envidiar a la de artista. Hasta el momento, los hechos que vamos a narrar han sido voluntaria e involuntariamente solapados. Hoy los rememoraremos, para perpetuar su mito. La fotografía que ilustra este libro pertenece a la portada del periódico local Huelva Información, y se publicó el 3 de marzo de 1988. En esa época, un día sí y otro también, los jóvenes estudiantes de colegios e institutos se tiraban a la calle para reivindicar la implantación en la ciudad de Huelva de la Universidad que hoy disfrutan. El mozalbete Mario de diecisiete años, un Robin Hood vanguardista, una Juana de Arco tartésica y contemporánea, un Cojo Manteca ilustrado y antiviolento, no faltaba a una sola manifa, y, como todo joven estudiante competente y aplicado, participaba de todos los jaleos excitantes, pero de una forma especial y protagonista, como el personaje elegido, consciente de su rol histórico, espontáneamente autoerigido y aceptado líder de la plebe escolar y sus revueltas en las calles y en los despachos. Su liderazgo urbano y sus firmes aptitudes diplomáticas fueron determinantes en el éxito universitario final. Hoy ustedes debían saberlo.
En una de estas justas batallas lo ligó Patri, fotógrafo intrépido, sin conciencia aún de su aportación al mito. La instantánea recoge a Mario Marín -el de la derecha, of course- conducido amable y señorialmente al son de La flor de la canela por un luctuoso señor de cuadradas gafas negras que posteriormente protagonizaría el chófer negro de Paseando a Miss Daisy. Ese periódico lo compró toda la comunidad escolar, y hoy es el documento gráfico, violento y edificante de la relevancia social, educativa y cultural de Mario Marín, EL HOMBRE, en la Historia de Huelva. Hoy la sociedad descubrirá y/o recordará a un prócer, que durante muchos años propició que esa portada de periódico sustituyera a la camiseta del Ché en las paredes de las habitaciones de estudiantes. El padre de Mario era Guardia Civil, y siempre se le escamotearon el documento gráfico y el máximo papel de su hijo en los transcendentales sucesos de 1988. ¿Esto repercute en la obra que hoy les presentamos? Pues no, pero nuestros creativos nos han dicho que con estas leyendas urbanas, teñidas de pseudosentimentalidad paterno-filial es como se venden los libros. Y es que, reflexionen profundamente, hacia lo más hondo de su interior mismo: hoy un padre conocerá a un hijo.
P.D.: Detrás de Mario está Andi, lugarteniente en todas las movidas por el bien común. Y en la contraportada, Rossi, otro histórico anónimo líder juvenil, haciendo lo que puede.
El Padre Murphy
POEMAS
Si dejas media hora
la badila en el brasero
y cruzas con ella mi vientre cillero
moriré gozoso con el placer dolido.
Y si la sacas recogerás
la boñiga asada
con que cubrirás mi cara
el día de mi entierro.
Dame manteca sin sal La Vaquería
y penétrame en el butacón de lona
que tenemos junto al mueble
de las carpetas, abre la de los recibos
y léeme uno de Aguas y Alcantarillado
hasta que tu imposición me inunde
de sopa blanca la tripa.
Que te revienten la cabeza, hembra mía,
y bañen los suelos
con tu sangre rosácea,
que las muertes sin color
ni profusión parecen tristes
y apocadas,
que las flores que te lleven
forren la caja de amargura
y desconsuelo, que lloremos todos
cuando el yeso fresco
selle tu mechinal alquilado.
Si sólo tengo dolor
para qué compras flores
que alegran la sala,
mejor traes cristales de dulce filo
que corten mi vientre
cuando me tumbe a llorar
por los suelos deseados.
Marisa está clavada en el muro,
erecta y preciosa, y un hilo
de vómito añil baja entre sus ubres planas
y mancha su coño y sus pies,
y hace un mar.
Ya parece Jesús entre las aguas.
CUENTO
EL BURRO
Emilio Santás ya dejó clara su vocación antes de iniciar la secundaria. A todos convenció en muchas ocasiones de la importancia de colocarse en justa disposición para recibir el sol a la hora de realizar determinadas actividades. De cómo el ángulo que adopta la espalda, si caminamos en día soleado, reporta favores o nos daña, en base a sus grados. En octubre, convenció a varios ancianos de la mejoría de sus lumbalgias si paseaban con un ciento sesenta y cinco grados sobre su vertical. Emilio se formó y especializó en sol. Ricardo F. lo llamó desde su tumbona Gropius 1942 asegurándole que había encontrado la dirección de la empresa instaladora Placas Solares del Bajo Guadiana, y que, esa misma tarde podían reunirse y redactar la misiva, aconsejando al Director de Gestión Técnica, el uso de ciento cincuenta grados en vez de ciento cuarenta y siete, como inclinación de los paneles de carbono laminado, lo que incrementa en doce minutos el recibo de luz. Tal gestor, no era amigo de consensos. De carácter desabrido, se mostraba arisco con todos, que hacían chanzas de su culito amanerado y juvenil.
Cuando caminaba, el llavero de estaño con la efigie de Bobby Womack agonizaba a golpes de cadera alabeada. Gustaba colgar en su despacho una bella y mediana alfombra de Kermân, en el café leía ansiosamente siempre un compendio de artículos de Heinrich Böll y pedía cada mañana flores de azalea para su mesa. Era un jovencito muy fogueado. No era hombre de consejos, así lo sabía Emilio, que puso poca ilusión en la carta.
Con la intención de recoger unas amapolas para la jarra roja de la salita de Ricardo F., Emilio bajó por la trocha cercana a la escombrera. Allí encontró el burro. Pasó junto a él asombrado con la orgía de putrefacción que ofrecía su vientre mascullado por las ratas. Emilio paró, distinguiendo dos tipos de llagas, unas verde cerúleo, junto a las comisuras labiales del asno y otro grupo, más cercanas al amarillo febril, dispuestas junto a la escrotadura yugular. Emilio casi había olvidado la carta. Notó que los dos grupos de llagas se ofrecían al sol con distinto ángulo, esto le gratificó enormemente. Ricardo F. tenía un brazo sequito, que siempre colocaba en la faltriquera. Lo cogió por nacer atravesado. Emilio volvió a su casa a la carrera, tomó varios cuadernos y un paquete de Ducados. Cuando se sentó junto al burro podrido aún tenía las amapolas. Comenzó a tomar notas y ángulos. Retiraba, empapado en sudor y aire fétido, toda clase de restos orgánicos, desechos de construcciones, ripios y plásticos. Había conseguido una porción de terreno trapezoidal que circunscribía al burro, totalmente limpia y óptima para trabajar. Relacionaba puntos notables con volúmenes, provocaba tangencias y relaciones espaciales desplazando zonas de carne que se desmigajaban del enjambre de larvas de mosca. Había trabajado ansioso toda la tarde hasta conseguir un ortocentro común a dos triángulos que le darían la clave para desarrollar sus cálculos.
Fumó dos Ducados e inició la espera, tan cerca del animal que varias larvas lo confundían como una prolongación de la carne que hervía. Pidió a Ricardo F., que lo buscó preocupado por su tardanza, iluminación, colocación de un toldo protector, alguna manta y galletas de coco. Deseaba pasar la noche junto al animal precisando cálculos. El toldo lo retiraría cada mañana para recibir sol. Diez vecinos consideraban excesivos estos últimos estudios solares. Reunidos en la moderna biblioteca con Ricardo F., hablaron. La Sala de Estudio de Nuevos Medios transmitía ondas de frecuencia hueca, todos notaban una limpieza en el aire que les llevaba a pensar en positivo, contemporáneamente. El mobiliario diseñado sobre nuevos poliuretanos, un uso transvanguardista de las recientes teorías de reparto y disposición de libros, y la audición paralela de ritmos minimalistas, ofrecían un entorno que liberaba de conceptos rancios, ideas en desuso y todo tipo de prejuicios. Con todo ello, acordaron hablar con Emilio y transmitir el pesar de la comunidad, preocupada por la salud del único investigador solar que poseían. Cuatro jornadas de ruegos inusuales volvieron a la villa sin haber despertado interés alguno en Emilio, que sólo cuando encendía un Ducados y retiraba la vista del pescuezo putrefacto, atendía la petición pública de moderación en el estudio. A la escombrera, en peregrinación plena acudieron alcalde, grupo de concejales y varios miembros técnicos del consistorio, con una petición expresa y avalada por varios doctores, de secuenciar la investigación, elaborando un método pausado de análisis que incluyese horario de comidas, descanso, y solicitud de dos ayudantes al Instituto Forense Martín Acedo, que facilitarían la observación. Nuestro alcalde decidió aquel día, no volver jamás a interceder, al menos en el uso del cargo, por verse humillado con una indiferencia que dejó agrios a todos los vecinos, y sembró dudas en torno al tantas veces celebrado encanto disuasorio de nuestro munícipe. Recordar aquella mañana de asfixiante calor es recordar olores. Una masa de curiosos que rodeaba al burro, pisoteaba y levantaba restos que llevaban años oxidándose. El extraño proceder de Emilio llevó riadas de incrédulos al llano de las basuras. Lo que siempre recordaré como un ácido sedimento de restos, floreció aquella mañana como un mercado barroco de bastimento.
Fueron aquellos, días de visita y rumor. Vecinos de pueblos, barrios, aldeas, parroquias y lugares próximos iniciaron la hégira. Días de rumor e invento, días de idilio y odio reverdecido, de pasión y negocio. En la gran hondonada fétida se iniciaron hermosas relaciones de amor, y cayeron matrimonios unidos en décadas lejanas, se firmaron pactos comarcales de convivencia, y el continuo trasiego de autoridades permitió acelerar planes que llevaban años olvidados. Se hizo necesario el asfaltado del camino comunal a la escombrera, que facilitó el acceso de autobuses repletos de curiosos, y todos hicieron un poco más posible su sueño. Los Amigos del Plateresco vendían estampas del remate de la estrecha ventana de la Lonja Municipal, tarjetitas muy coquetas cuyo revés dorado panegirizaba a Emilio, y cuya venta ayudaría a una necesaria restauración. Por aquellos días se horneaban bizcochos conmemorativos que se vendían en los tenderetes del llano, junto a las figuras del Santo Patrón, con distintos aromas y colores. Los productores de cerezas reventonas, que otras campañas optaron por alimentar cerdos con sus frutos, las vendían ahora pasas, cerca de los puestos de imaginería. Luis T. defiende esta idea, y siempre pregonó que turrones, vinos dulces, repostería sacra, pasas y santos patrones son paquete de una misma venta. Luis T., con su tienda lejos del canal séptico, elevó su fama en los días del gran turismo, gracias a los diarios ofrecimientos de sus pasas que llevaba en platitos de acero invar a Emilio. Tome una profesor, y acompáñemela con este vino, que verá que renace y sus cálculos ajusta. Emilio Santás, las veces que paraba para encender un Ducados y coincidía con la ofrenda, aceptaba, y como en dos ocasiones hubo hallazgos tras la degustación, Luis incrementó sus ventas notablemente. Extrañamente Monseñor Novoa continuaba aquella mañana con la sobrepelliz puesta, sentado en su silla y doliéndose de su meralgia, cuando fue llamado. Con gesto agrio, declinó la invitación de asistir al llano, y criticaba casi a diario la dimensión idólatra del acontecimiento que sólo necesitaba de una ermita e incienso para ser venerado. Conforme la salud de Emilio se debilitaba, aumentaron las visitas, surgieron negocios y cayeron otros que parecían sólidos.
La imagen casi idílica de Emilio sentado junto al burro, se vendía en escayolas policromadas, estampas con un rogad, llaveros de níquel, adhesivos tridimensionales para puertas de aparatos frigoríficos, hermosos peluches de raso amarillo indo y amplios y luminosos almanaques atorados de una iconografía bizantina que sólo dejaba espacio para un emilio desnudo que se liberaba del fuego portando dos báculos floridos a lomos de un burro joven color canela tostada.
Ante el mayúsculo crecimiento de basura que originaba el turismo, nuestro alcalde solicitó y consiguió unos estilizados contenedores eneagonales holografiados con la imagen del científico junto al microscopio. Más tarde llegaron los urinarios autorregulables, los cajeros automáticos, cabinas telefónicas, farolas de forja modelo Rietveld, contenedores para pilas botón, mesas de solidaridad con Cuba, trileros, los miradores de estética pop prefabricados, con matacanes de cemento, vendedores de la O.N.C.E., de abanicos, de camisetas alusivas, de falsas porcelanas de Meissen, de cachorros de irishterrier nacidos en el llano, de cualquier cosa que se pagara con varias monedas y certificase la visita al basurero. Aportaciones particulares permitieron el diseño y construcción de zonas ajardinadas, y oficialmente llegaron los Puntos de Información con monitores rectángulares, los totems publicitarios, las esculturas contemporáneas, los autoservicios de lavado de coches, máquinas expendedoras de tabaco, de agua, cerveza y refrescos isotónicos, cabinas para cambio de moneda, y unas fabulosas señoritas que repartían folletines sobre viajes al trópico en temporada baja, a lomos de unos burros perfectamente esquilados según dibujos de Gaultier. Emilio presentaba un aspecto desmejorado y sucio, cuadros febriles y decaimientos, músculos entumecidos, cabello graso, barba extensa, encorvamiento cervical, pérdida de peso y un empecinamiento obsesivo en dos operaciones matemáticas que no respetaban la proporcionalidad putrefacción jornadas que él había presumido. Los nuevos visitantes proclamaban a su vuelta el aspecto casi divino de Emilio, su rostro de santo antiguo, sus cálculos resueltos y culminados en éxtasis apocalípticos que cedían en elegantes y dulces desmayos.
Empezaban a sentir amor por sus continuos debilitamientos y su alimentación precaria. El número de visitas crecía a diario, crecía el volumen de negocios, los intereses políticos y sociales, y crecía un antiguo llano de basuras como de la noche a la mañana creció Santiago. Todos los doctores que trataban a Emilio en el propio llano, detectaron fuertes calenturas causadas por cuadros víricos múltiples, pero nadie pudo siquiera suponer cual era su origen cuando uno de ellos, buscando problemas circulatorios en las piernas, desató una zapatilla y levantó un pernil. Toda la zona cercana al astrágalo y gran parte del sóleo habían dado lustre a una fiera masa de voraces larvas de moscas que en su cercanía confundieron carnes en distinto estado. El maléolo de la tibia aparecía espontáneo, fresco, vistoso, lacado, limpio y pulido. Los médicos, atónitos y confusos, dieron un informe en el que calificaban de sobrehumano el sufrimiento callado y oscuro de Emilio. Ninguno quería pensar en una intercesión exterior, pero es tan inmenso el dolor de ser taladrado vivo, que no escatimaron osadía al incluir ocho veces la palabra mártir en su parte médico, relatando en excelentes términos, cómo desde las primeras jornadas, burro y pie eran devorados a la par, hablaron del inexplicable silencio de Emilio, de su fuerza sobrenatural, de su espíritu místico, su ánimo teresiano y su gloriosa humildad en la asunción del dolor dado. Los peregrinos quisieron ver en el informe, justificaciones a la ya extendida fama de divinidad que rodeaba al llano.
Monseñor Novoa corría a desmentir a los medios el invento de unos fanáticos, que no hacían sino extender aún más la cantinela. Llegaron por aquellos días nuevos aromas al llano, aromas de políticos, de señoras de alta clase, de negociantes extraños, oradores perfectos que vendían aguas tintadas, mujeres vanidosas que paseaban a cualquier hora, diseñadores visionarios que ofrecían proyectos futuristas de reforma de la villa, menores que arrendaban su carne a poco precio, criadores de ganado que proponían el mismo estudio con distintas razas de asno, editores suntuosos que necesitaban urgentemente una buena historia sobre el llano, malabaristas, pedigüeños, vendedores de cerámica autóctona y vino de la tierra que jamás existieron, y tantas buenas ideas que la imaginación, permanente en el aire, irritaba ojos y nariz como lo hace un humo espeso.
Pocos como yo siguieron con tanto interés y precaución el enorme trajín de cabezas bien dotadas que se acercaron por aquellos días de amplitud a nuestra villa. Pero salvada quizás la presencia de hombres y mujeres muy sonados en el mundo de la ciencia, yo, por cómo me embaucó e ilusionaba, recuerdo con extrema nitidez a Leonardo Klenze, un jovencísimo arquitecto de padre alemán, que aún hoy sigo sin saber cómo entró en mi vida. El primer y más remoto recuerdo es el de una tarde aciaga, unas explicaciones ansiosas sobre unos papeles garabateados y decenas de veces rectificados, una extraña planta y un imposible alzado de un edificio que él insistía en llamar gliptoteca, que forraría con placas de iridio y pizarra gallega grabadas a modo de espléndido manto negro que cubriría también el suelo de un hermoso bosque de granados, justo delante de la fachada principal.
Creo que Leonardo llegó en un autobús abarrotado, con poco dinero, poca ropa, poco equipaje y poco más. Ni tan siquiera ese maletín repleto de proyectos que a todo joven ambicioso y audaz se le supone. Era hablador, muy hablador. Tosía, fumaba mucho y tosía senilmente. Hablaba de arquitectura, volúmenes, planos, espacios, muros, vanos y cientos de términos que conjugaba con fluidez. Pero nada de eso hacía falta para delatar su oficio. Su enorme cuerpo dos veces tridimensional era sustentado por piernas gráciles como arcos geminados. Cara grecorromana animada por una amplitud superior y asimétrica. Desalineación central del tórax, elegante cabellera con predominio de la línea ondulada, dedos forjados, piel irisada como vidrio turco al soplo y nalgas alabeadas de inspiración naturalista. Cada vez que tosía, se sentaba o caminaba se establecía una recomposición de sus formas, que se arcaizaban proyectando impetuosa y dramáticamente refinamientos y órdenes decorativos. Jamás en el tiempo que lo conocí, su cuerpo mostró garambaina alguna. Era realmente anticlásico, carente creo, de toda norma y sentido órganico. Natalia lo llamaba pimpante percherón. No sé si debo afirmar que me enamoré de él. Hoy pienso que lo amé profundamente, con descaro provinciano, sin enredijos ni fobias. Lo amé de frenopático. Lo encaramé a un puesto de responsabilidad para tenerlo mío. Ofició de arquitecto municipal con un horario que yo dispuse. Sabía su entrada y su salida, su inicio y su descanso, su café y su almuerzo. Hice míos los muros, las columnas y las balaustradas, y los torné oteros, alminares para mi voyeurismo descarado. En el tiempo en que se acercaba la luctuosa noticia, cuando Emilio no era más que un desenlace iniciado, Leonardo era mi vida, mi ahogo, mi vigilia y mi acomodo.
Yo aprobé y di paso a todos sus proyectos, aquellos que voltearon la famélica llanura en un faraónico páramo, aquellos que suscitaron terribles críticas y los que acercaron elogios. Todo. Todo para tenerlo mío. El mismo día en que yo gestionaba el nuevo Plan de Ordenación Urbana con el arquitecto municipal, Emilio murió. No pudo ser de otra forma, había de morir, pertenecía ya a la muerte, estaba vendido, era necesario, obligado, prudente, tocaba ya, qué otro final si no, estaba rifado, timbado, era propio, pertinente, irremediable, era lógico y hasta elegante, estaba en el contrato, todos inconscientemente se lo exigían. Sólo así la veneración podía ser absoluta, sólo así respiraríamos esa santidad que flotaba pero no fraguaba. Los oficios fueron lúgubres, sin aspavientos, solemnes, sobrios, ascéticos, teñido todo de un negro humo que erizaba el alma de quienes acudimos al funeral. Todo así por expreso deseo de Ricardo F.
Cuatro mulos castellanos tiraban de un calesín modificado para la ocasión. Las jáquimas terminaban en densos crespones de plumón engarzado sobre triple tira de linóleo. Las frontaleras eran de un plomo damasquinado muy bello, las muserolas habían sido lustradas con aceite de linaza búlgaro, y todos creíamos ver en las colleras sudadas por las bestias, lágrimas por el difunto. Pasó la comitiva escoltada por nenes ausentes, que tiraban de un carrito coronado con el pelícano que se autolesiona. Nosotros llorabamos desde hacía horas, nuestros ojos parecían mechinales yermos cuando hacíamos sonar las matracas de nochizo teñidas con nogalina. El llano parecía un encante. De dónde pudo haber llegado toda esa gente, es algo que aún hoy no me explico, pero igual que llegaron se fueron. El entierro terminó como todos los entierros, lágrimas sentidas y lágrimas fáciles, congoja y curiosidad, ausencia e indignación, desfallecimientos y ansiedad. El enterrador, acompañado del albañil colocó la lápida. Aún recuerdo el olor del yeso fresco mezclado con aquel insoportable tufo a fiemo. Los oficios fueron sobrios, y sobria fue la retirada. La villa que creció artificialmente mantuvo unos años su esplendor, vivió de la imagen, del recuerdo, de los stocks de camisetas, llaveros y porcelanas, de los almanaques y pegatinas, de las gorras y bufandas, hasta que el olvido nos olvidó. Como un enfermo de tercianas, el lugar mejoraba y palidecía. El pueblo que terminó siendo un dechado de progreso y floración, se rajaba con vientos de abandono, un aire maldito marchitó luminosos, señales de tráfico, termómetros urbanos, contenedores de vidrio y calles peatonales. Todo aquello que fue espuma es ahora mancha húmeda.
Las calles nuevas, hechas con prisa, eructaban su manto de alquitrán, las eglantinas crecían en grietas de suelos y paredes. El calicanto volaba arremolinado por brisas ácidas. Nadie deseaba quedarse. En aquellos días muchas casas se cerraron con encargo de custodia a los que quedamos. Nunca lloré más que en aquellos meses, el suspiro me comía y el trago me era difícil. Me apoyé en el poste de telégrafos todas las tardes viendo a los huidizos y ajándome. Nunca lloré más.
Ahora pasado el tiempo, pongo coberteras a mis ojos, y me inundo por dentro, paseo enteco de pena, deambulo estúpido y fumo alocadamente, apenas conservo la vista y necesito entibación continua. Mañana o cualquier día de estos me iré yo también. Nadie, porque nadie queda, me encontrará maloliendo en mi mecedora de crupón repujado, nadie sabrá que soy héroe y villano, oro y jiña, que soy responsable, que a mí se deben la subida y la caída, la llegada y la marcha, el orden y el caos, el brillo y el calicanto, yo acerqué el ocio y la ignorancia, el capital y la ruina, yo traje las rosaledas y la grama, los arriates de gladiolos y las zarzas. Mi culpa es. Yo abandoné por pereza al aire de la noche aquel burro que me enfermó de fiebres y murió en una tarde, yo lo di a la escombrera, yo, por maldita holganza, ni tan siquiera lo cubrí con cal viva.