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Con el paso cambiado

(Memorias de un militar profesional arrepentido)
Manuel Rubiales

Colección LOS ARRUMBADOS: nº 3
CRÉDITOS:
Edita: Ateneo Alternativo “Antonio Carrasco Suárez”
Camino del Saladillo, 11,2º B
21007 Huelva
Página web: http://cacua.com
e-mail:cacua@nuestronombre.es
Coordina: Marcos Gualda
Cubierta: Marcos Gualda y Barco de ideas
Diseño y maquetación: barco de ideas
13 cm. de ancho X 19’5 cm. de alto.
Cubierta a color.
Plastificado brillo.
131 páginas.
Imprime: Artes Gráficas Hontiveros, S.L.
Béjar, 2006
Depósito legal:
ISBN: 84-933355-8-4

BIOBIBLIOGRAFÍA

Manuel Rubiales (Cádiz, 1970)

Aunque nacido en Cádiz, cuando aún vestía pantalón corto ya empezaba a vivir parte de su existencia en tierras onubenses; y así, entre Cádiz y Huelva fueron pasando los años, las añoranzas compartidas, los primeros juegos, los primeros amores y las primeras inquietudes.

Estudió Derecho, más por inercia que por vocación. El contacto con el universo de las leyes y los pleitos sólo sirvieron para acrecentar lo que ya sospechaba: que el derecho y la justicia son términos antagónicos; huelga decir, por tanto, que jamás ha ejercido la carrera, de lo cual presume y se jacta.

Colaborador en prensa y revistas literarias, Con el paso cambiado es su primera obra impresa, con la que exorciza los demonios de su paso voluntario por el ejército profesional.

******************

Un joven estudiante de Derecho, en un momento de crisis personal, decide voluntariamente alistarse en un cuartel de Infantería de Marina para iniciar una carrera militar. La novela Con el paso cambiado (peripecias de un ex soldado profesional) narra con vigor los seis años que el personaje principal, condecorado en dos ocasiones, ejerce de fusilero, mecánico de vehículos y escribiente de la asesoría jurídica del Tercio de Armada antes de desengañarse de los valores, objetivos y modo de vida del ejército profesional y reiniciar una nueva vida. Una vida civil.

(COLOFÓN)

Con el paso cambiado (Memorias de un militar profesional arrepentido), de Manolo Rubiales, terminó de imprimirse en Béjar el día 10 de julio de 2006, cuando la primera posta se encasquillaba en el fusil.

(NOTA DEL AUTOR)

Ésta es una obra de ficción. Todos los personajes y situaciones son producto de la imaginación de un escritor. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

CAPITULO I

Las gotas de lluvia eran tan gruesas que por un momento imaginé que caían ranas desde el cielo…

Era una forma de llover dolorosa: de un dolor inevitable. Un nervioso escalofrío me recorría el tuétano de los huesos con cada gota de agua que pretendía horadar mi piel o taladrarme el casco…”¿Sería esa misma la fría sensación de una bala enemiga atravesándome la cabeza…?”.

Cientos de veces nos habían repetido que nos tomásemos en serio las maniobras, que imaginásemos a unos despiadados enemigos, ocultos en las sombras, dispuestos a desentrañarnos… Pero no, no había ningún “puto moro” más allá del espeso telón de gotas de lluvia que me calaba. Mis únicos enemigos, aparte del agua, de aquel frío, cruel, que me hacía tiritar hasta el dolor, y del agotamiento mas inhumano, eran aquel sargento, con aspecto de leñador canadiense, de poblada barba cobriza y piel enrojecida, y el gordo y seboso cabo primero, el mismo hijo de perra al que tantas veces imaginaba retorciéndose en el suelo con el pecho abierto como una grada… Odiaba con todas mis fuerzas a ese tipo. Odiaba su voz de “machito” cabreado, odiaba su lenguaje preñado de insultos innecesarios, odiaba su modo de andar, chulesco, como queriendo, a cada paso, decirnos que primero iba su pene y después el resto de su orondo cuerpo… “¡Cómo podía imaginar que algún moro fuese mi enemigo estando aquel cabrón tan cerca de mí…!”.

Por aquel entonces yo era el “enlace” de la sección, es decir, era el gilipollas encargado de llevar en la espalda un equipo de radio que pesaba unos catorce kilos y que casi nunca funcionaba, como tantas cosas en la Armada. De aquel rudimentario artefacto colgaba una especie de teléfono destinado a ir pegado a mi oreja, sujeto con trozos de goma al casco, como un pesado forúnculo que prendía de mi sien a la barbilla durante todo el tiempo que durasen las maniobras. Esto provocaba que un molesto zumbido se alojase en mis oídos, como un okupa, hasta varios días después de haber regresado a casa.

Salir al campo era emprender un inagotable paseo por un infierno que ni Satanás hubiera incluido en sus mapas; una interminable pesadilla que se alargaba en el tiempo hasta perder la cuenta de los días que llevábamos, y los que aún nos quedaban, para recibir la ansiada orden de montar en los camiones que, por fin, nos llevarían, camino de retorno, al acuartelamiento y, si había suerte y a ningún mando se le ocurría alguna idea retorcida o siniestra, poder ese mismo día regresar a casa y disfrutar de la comida y la cama caliente, del descanso del guerrero.

Yo era de los nuevos, de la última promoción de soldados profesionales que había llegado al cuartel, era lo que allí se llamaba un “pelón”. Constantemente sentía que todos los que me rodeaban competían entre sí por saber quién sería el siguiente en humillarme de alguna forma. Y ya lo creo que lo conseguían… Los cabos y los soldados más antiguos hacían de mi ser un frontón donde lanzar y estrellar el resultado de su impotencia y de la castración mental que suponía sentirse y ser la escoria del ejército, los miserables descastados de una sociedad edificada sobre sus espaldas. Los mandos me tomaban como desahogo de sus frustraciones más lacerantes y, a veces, me embargaba la impresión de que tras sus gritos, insultos y ordenes absurdas, escondían una especie de sentimiento de fracaso existencial, de saber que sólo servían para eso, para repetirle a la tropa las ordenes que otros les habían dado, para ser un eslabón más de la cadena de mando, una pieza inútil y prescindible con la que el destino se había cebado en su injusticia y que había hecho de ellos unos seres grises y malhumorados, temerosos, tal vez, de no ver crecer a sus hijos o de que sus esposas o novias estuviesen fornicando, lujuriosamente, con cualquiera que les pudiese dedicar más tiempo, mientras que ellos, los voluntariosos y engalonados militares, servían a la patria por cuatro cochinos duros, quemándose las suelas en insufribles maniobras o en desfiles anacrónicos y ridículos.

…Y todo caía, como aquella endemoniada lluvia, sobre nosotros, sobre los nuevos… Es la jerarquía militar, consistente en joder al que está por debajo cuando te jode el que está por encima; el problema surge cuando se es el último, el que está por debajo de todos, y el sabor de la impotencia se mezcla diariamente con la saliva…